jueves, 3 de abril de 2008

¡A ver, quién es el que lo tiene más grande!

Templo de San Pelayo, final s.XII, Valdazo de Bureba (Burgos).
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Ni de lejos, ni de cerca. Hay que hacer malabares, para evitar el cartelón y obtener una foto, o simplemente para contemplar el monumento. [Foto cortesía de Pata de Oca].
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Templo de la Natividad, s.XII, Lara de los Infantes (Burgos).
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Aquí, los cartelones han empezado a caer. Alguien, con presunta buena voluntad, los apoyó sobre la fachada.
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Sin embargo, la buena voluntad supone una mala sujección y el cartelón principal yace, peligrosamente oxidado, sobre la hierba ante la puerta del templo.
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Esencia de la humana condición es, presumir de sus buenas obras. Pecadillo venial, relativamente perdonable, pues satisface el ego y engorda la autoestima. Aún a costa de olvidar el evangélico precepto: “Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda”. Lo grave es, cuando el “pecadillo” deriva hacia pecado. Mortal de necesidad, si el autor pasa, de presumir, a meternos sus acciones por los ojos. Tal acostumbran a hacer los “responsables”, de las más variopintas administraciones públicas. No hay calle asfaltada, acera ampliada, jardín remodelado, estación, guardería, o centro cultural, inaugurados, en los que no se coloque el correspondiente cartel que, a gran tamaño, en vistosos colorines, con buena letra, nos anuncia quién, cómo y cuándo, ha encargado la obra. Y, por supuesto, cuantos miles de euros de nuestros impuestos se ha gastado en ello. Un cartel para el que, cada estamento, ministerio y autonomía, compite en tamaño. ¡A ver quién es el que lo tiene más grande!
Tales cartelones, situados siempre en lugar destacado, y casi siempre estorbando, suelen permanecer allí hasta que el clima los deteriora. O hasta que, las siguientes elecciones, cambien el color político de los dirigentes que pusieron el trasto, porque los nuevos “mandamases” se apresurarán a crear sus propios cartelones después de mandar quitar los precedentes.
Estos heraldos publicitarios, alcanzan el culmen de su molesta incomodidad cuando son colocados ante un monumento. Entonces pasan, de ser una presuntuosa impertinencia, a ser una intolerable pesadilla visual. Cuando, con lo que se gastan en ellos, bien podrían señalizarse los edificios con discretos paneles explicativos.
A quien corresponda. Deje de pavonearse, sobre lo que hace y deja de hacer, con unos dineros que no son suyos, sino de los contribuyentes. Deje de arrojarnos a la cara, lo "bueno" que es y lo que "se preocupa" de nuestros monumentos. Líbrenos de la insoportable levedad de sus antiestéticos cartelones, o al menos tenga una pizca de compasión y sitúelos donde no tire por tierra la belleza del monumento, ese que presume de haber arreglado. Si no lo hiciere, vaya a picota y cepo, por un tiempo igual al que tarde la Madre Naturaleza en hacer desaparecer dicho engendro publicitario.

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